La tristeza es un mueble viejo
De cuando tienes el armario lleno de polillas y decides usar el color como repelente.
Decía Susan Sontag que las palabras significan. Las palabras apuntan. «Son flechas. Flechas clavadas en la piel áspera de la realidad». A veces somos nosotros quienes apuntamos con el arco. Otras, sin embargo, nos situamos en el centro de la diana sin buscarlo.
Llevo un par de meses luchando para no dejarme atravesar por esas flechas. Algunas veces he conseguido esquivarlas de soslayo. Las he visto pasar muy de cerca, a toda velocidad, como quien ve un tren recorriendo todo el andén de una estación sin detenerse. Otras veces no he podido evitarlo y me han alcanzado, provocando en mí heridas emocionales que han sangrado más días de los que me gustaría.
Recientemente una de esas flechas vino directa al pensamiento, al centro neurálgico de mi actividad mental. Alguien que me quiere (y bien) me dijo: «no sé por qué te empeñas en ser negro, si tú eres color. Mírate, hace meses que no te vistes como lo hacías antes». Unas palabras que, a priori, podrían parecer superficiales, pero que despertaron en mí un sentimiento de profunda tristeza. Por primera vez, en mucho tiempo, fui consciente de que la parte alegre de mí había sido eclipsada por el pesimismo y el desánimo. Que la pena y el dolor habían ido conquistando tanto terreno de mi vida que lo habían teñido todo de gris, incluido mi armario.
Los que me conocen saben que desde hace una larga temporada mantengo una relación de odio con mi ropero. No me refiero al objeto o al anaquel, sino a lo que encierra, lo que está dentro. Cada mañana hago el mismo ejercicio: abro sus puertas, observo lo que hay en su interior y trato de querer y abrazar cada una de las prendas que lo componen. El ochenta por ciento de esas mañanas fracaso, dejo sobre la cama cuatro o cinco prendas que no me atrevo a vestir y acabo tirando otras tres sobre el bidé del cuarto de baño. «Al menos este recipiente sirve para algo», pienso. «Ya que no lo uso para lavar, que al menos me permita acumular lo inservible», me digo.
Me ducho y me pongo el albornoz. Por unos instantes llevo sobre mi cuerpo algo que me hace sentir cómoda, en paz, a gusto. Me seco el pelo, concretamente el flequillo que tanto me caracteriza y con el que tengo ese toc que no consigo vencer. Siempre perfectamente peinado, no excesivamente largo ni ridículamente corto, así es como me gusta que esté. Cada semana hago uso de tijeras y de cuchilla para desfilarlo. Sin ninguna técnica, por supuesto, solo con la pericia de quien lleva toda una vida cortándose el pelo a si misma en un instinto de supervivencia.
Supervivencia también es la distribución de mi armario. Tengo dos estancias: una en la que acumulo pantalones, camisas y frustraciones y otra en la que se amontonan los vestidos, las faldas de colores y los anhelos. En la puerta de la izquierda, junto a los malos sueños, sobresalen de entre todas las prendas unos vaqueros Levis vintage que compré de segunda mano hace nueve años. Hace casi ocho que no puedo ponérmelos. No es que no me valgan o que me queden grandes, es que el dolor me impide hacer uso de ellos. No puedo abrochármelos, andar con ellos, una neuropatía crónica me impide ponerme cualquier prenda que oprima mi abdomen y mi suelo pélvico. «¿Por qué conservas todas estas prendas si no puedes ponértelas?», me dijo un día una amiga. Mi respuesta fue entonces muy clara: «las conservo porque algún día podré hacerlo”.
Y así, como el que conserva los recuerdos, me he pasado un tercio de vida acumulando vaqueros, faldas entalladas y pantalones de tiro alto con la esperanza de que el dolor desapareciera del todo. Y, sin darme cuenta, mientras apilaba montones de ropa que no me me podía poner, cerraba la puerta a otras tantas prendas que sí podía hacerlo. He visto cómo ese chándal viejo, roto y descosido le ha ganado terreno a los conjuntos de colores. Cómo la falda de cuadros que me anudo al ombligo para trabajar en casa se ha adueñado también de mis salidas con amigos. Porque resulta que el dolor y la tristeza son buenos amigos del abandono y la desgana.
No fui consciente hasta esta última flecha de que me había entregado por completo a la desesperación, al miedo y al sufrimiento. Me dolió no haberlo visto, pero más me dolió ser consciente de que la gente de mi alrededor estaba sufriendo las consecuencias de ello. Recordé las palabras de Máximo Huerta en su libro «No me dejes”. «La tristeza es un mueble viejo, no vale. Cojea. Hace ruidos por la noche y no trae más que bichos», decía. Pensé que las termitas de la madera son como las polillas que se te meten en la ropa y la destrozan por dentro. No sabes que han invadido tu armario hasta que te encuentras los jerséis llenos de agujeros. El dolor es justo eso: la polilla invisible que va comiéndose las esquinas de tu vida hasta dejarla inservible.
He buscado en Google remedios caseros para acabar con las polillas. Deduzco que si el romero, el tomillo o el eucalipto pueden acabar con ellas, puedo yo también, de alguna manera, acabar con esta plaga de tristeza que me está consumiendo. Así que, he decidido llenar mi armario otra vez de color. De momento estas son algunas de mis nuevas adquisiciones. ¿qué te parece?
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